SANTOS INOCENTES

Hemos conmemorado la matanza de niños ordenada por Herodes quien, temeroso
de perder su puesto, pretendía acabar con la vida del Hijo de Dios,
verdadero rey y señor del mundo. Este hecho nos produce horror como la
costumbre, común en el Imperio romano, de asesinar a la segunda hija si la
primera también era mujer. ¡Qué tiempos!
Ahora somos más finos y el asesinato lo cometemos antes de que la criatura
nazca. Así es mucho más delicado y disfrazamos el hecho con discusiones
sobre la existencia de un verdadero ser humano, aplacamos nuestros
remordimientos de conciencia apelando a malformaciones del feto, a
transtornos psicológicos de la madre y a otras escusas. Entendemos la paternidad, como casi todo, de manera egoísta, como parte de
nuestra realización personal y, claro, ¿cómo es posible realizarse si el
futuro hijo no está a nuestra altura? Solución: matarlo.
¿Qué falla? Hace unos días conocíamos que el número de abortos ha aumentado
considerablemente en España. Para lo que se entiende como triunfo social,
nos estorban los niños, los ancianos, los enfermos y los discapacitados. Por
eso, siempre pensando en su bien, buscamos todos los mecanismos posibles
para deshacernos de ellos.
En un mundo en el que nos importa la salvación de las ballenas, la defensa
de especies en peligro de extinción, la contaminación petrolífera del
percebe gallego o, incluso, el estudio de la genética de la lenteja no está
de más recordar a estos pobres inocentes a los que, ni siquiera, dejamos
nacer.